Hay una curiosa parábola que escuché cierta vez y que ejemplifica el concepto de la sujeción a la autoridad.
Imaginemos que vives en California y decides conocer a Buenos Aires. Compras tu boleto en una aerolínea conocida, preparas tu equipaje y te dispones a viajar.
Subes al avión, te sientas al lado de la ventanilla y junto a otros, digamos, cien pasajeros emprendes tu vuelo a la capital de la Argentina.
Cuando el Boeing alcanza la altura de crucero, reconsideras tu decisión de ir a Buenos Aires. Piensas que tal vez no sea una buena idea visitar otro país en esa época del año. A medida que pasan las horas, te convences de que, definitivamente, no quieres seguir viajando.
Como eres una persona práctica, llamas a la azafata y le dices que, por favor, le comunique al comandante del avión que tú quieres regresar a California.
La muchacha trata de sonreír y te responde que eso sería imposible. No estás en un avión privado; hay otros cien pasajeros que pagaron su boleto en el avión de línea para volar directo a Buenos Aires. De ningún modo pueden regresar a mitad de vuelo.
- Lo que puede hacer -dice amablemente la aeromoza- es descender en Buenos Aires, y salir en el primer vuelo de regreso.
Pero sigamos imaginando que tú no eres de los que se conforman con una explicación. Has decidido que quieres regresar ahora, y lo harás a cualquier precio. Tomas un misterioso maletín y caminas rumbo a la cabina de los pilotos -estoy seguro de que no pensabas que llegaríamos tan lejos, mas recuerda que solo estamos haciendo volar la imaginación-.
Ante tu insistencia, dejan que llegues hasta la cabina, y cuando estás allí, abres tu maletín y sacas un arma. Le apuntas a la cabeza de uno de los pilotos y le dices que no tienes intenciones de hacerle daño, pero que le ordenas que cambie inmediatamente el rumbo del vuelo.
A los pocos minutos, y ante la sorpresa y el estupor de cien pasajeros, el comandante anuncia por los altoparlantes que por «un caso de fuerza mayor» el avión se saldrá de su ruta y regresará a California. Acabas de lograr tu cometido. No eres una persona mala ni un delincuente… solo alguien que se decidió a no viajar a mitad de vuelo. Crees que bajarás del avión y regresarás a casa como si nada hubiese sucedido, pero lo que acabaste de hacer se llama sabotaje. Acabas de secuestrar un avión de pasajeros.
Cuando vuelvas a pisar tierra firme, estarás en la cárcel. Ya no importará lo que trates de explicar. Secuestraste un avión y te penarán por eso.
Ahora quiero que lo veas en el plano espiritual. La iglesia tiene una frecuencia de vuelo, una ruta, un objetivo a alcanzar. Pero a mitad de viaje decides que no estás de acuerdo con la forma en que el pastor conduce la nave. Se lo haces notar, y cuando ves que no está dispuesto a cambiar el rumbo, decides cambiar la dirección por la fuerza.
Amotinas a la gente, murmuras, generas fricciones en el barrio y haces que todos noten tu descontento. Todo está disfrazado de un «piadoso celo por la obra de Dios».
Sin embargo, has pasado por alto un detalle: el avión no es del piloto, la iglesia no es del Obispo. La frecuencia de vuelo ha sido estipulada por el Espíritu Santo. El líder es apenas un conductor y tú te has atrevido a secuestrar una visión.
Cuando alguien me dice que no está conforme con su iglesia y con la manera de pastorear de su líder, suelo recordar esa historia tragicómica, y luego les digo:
- No secuestres la visión. Bajo ningún punto de vista sabotees el avión; si no te gusta el rumbo adonde se dirige tu iglesia, bájate en el próximo aeropuerto y, silenciosamente, toma otro avión que sea de tu agrado.
Es posible que estés diciendo: «Convengamos en que yo jamás he tratado de secuestrar la visión de mi líder, y que solamente hay algunas cosas que no comparto; creo que tengo ese derecho». Y para ser honesto, tienes algo de razón. Pero recuerda que cuando estás involucrado en el ejército y te encuentras en la línea de batalla, es muy peligroso disentir con las autoridades en el momento en que las granadas enemigas estallan a tu alrededor.
Imaginemos que vives en California y decides conocer a Buenos Aires. Compras tu boleto en una aerolínea conocida, preparas tu equipaje y te dispones a viajar.
Subes al avión, te sientas al lado de la ventanilla y junto a otros, digamos, cien pasajeros emprendes tu vuelo a la capital de la Argentina.
Cuando el Boeing alcanza la altura de crucero, reconsideras tu decisión de ir a Buenos Aires. Piensas que tal vez no sea una buena idea visitar otro país en esa época del año. A medida que pasan las horas, te convences de que, definitivamente, no quieres seguir viajando.
Como eres una persona práctica, llamas a la azafata y le dices que, por favor, le comunique al comandante del avión que tú quieres regresar a California.
La muchacha trata de sonreír y te responde que eso sería imposible. No estás en un avión privado; hay otros cien pasajeros que pagaron su boleto en el avión de línea para volar directo a Buenos Aires. De ningún modo pueden regresar a mitad de vuelo.
- Lo que puede hacer -dice amablemente la aeromoza- es descender en Buenos Aires, y salir en el primer vuelo de regreso.
Pero sigamos imaginando que tú no eres de los que se conforman con una explicación. Has decidido que quieres regresar ahora, y lo harás a cualquier precio. Tomas un misterioso maletín y caminas rumbo a la cabina de los pilotos -estoy seguro de que no pensabas que llegaríamos tan lejos, mas recuerda que solo estamos haciendo volar la imaginación-.
Ante tu insistencia, dejan que llegues hasta la cabina, y cuando estás allí, abres tu maletín y sacas un arma. Le apuntas a la cabeza de uno de los pilotos y le dices que no tienes intenciones de hacerle daño, pero que le ordenas que cambie inmediatamente el rumbo del vuelo.
A los pocos minutos, y ante la sorpresa y el estupor de cien pasajeros, el comandante anuncia por los altoparlantes que por «un caso de fuerza mayor» el avión se saldrá de su ruta y regresará a California. Acabas de lograr tu cometido. No eres una persona mala ni un delincuente… solo alguien que se decidió a no viajar a mitad de vuelo. Crees que bajarás del avión y regresarás a casa como si nada hubiese sucedido, pero lo que acabaste de hacer se llama sabotaje. Acabas de secuestrar un avión de pasajeros.
Cuando vuelvas a pisar tierra firme, estarás en la cárcel. Ya no importará lo que trates de explicar. Secuestraste un avión y te penarán por eso.
Ahora quiero que lo veas en el plano espiritual. La iglesia tiene una frecuencia de vuelo, una ruta, un objetivo a alcanzar. Pero a mitad de viaje decides que no estás de acuerdo con la forma en que el pastor conduce la nave. Se lo haces notar, y cuando ves que no está dispuesto a cambiar el rumbo, decides cambiar la dirección por la fuerza.
Amotinas a la gente, murmuras, generas fricciones en el barrio y haces que todos noten tu descontento. Todo está disfrazado de un «piadoso celo por la obra de Dios».
Sin embargo, has pasado por alto un detalle: el avión no es del piloto, la iglesia no es del Obispo. La frecuencia de vuelo ha sido estipulada por el Espíritu Santo. El líder es apenas un conductor y tú te has atrevido a secuestrar una visión.
Cuando alguien me dice que no está conforme con su iglesia y con la manera de pastorear de su líder, suelo recordar esa historia tragicómica, y luego les digo:
- No secuestres la visión. Bajo ningún punto de vista sabotees el avión; si no te gusta el rumbo adonde se dirige tu iglesia, bájate en el próximo aeropuerto y, silenciosamente, toma otro avión que sea de tu agrado.
Es posible que estés diciendo: «Convengamos en que yo jamás he tratado de secuestrar la visión de mi líder, y que solamente hay algunas cosas que no comparto; creo que tengo ese derecho». Y para ser honesto, tienes algo de razón. Pero recuerda que cuando estás involucrado en el ejército y te encuentras en la línea de batalla, es muy peligroso disentir con las autoridades en el momento en que las granadas enemigas estallan a tu alrededor.
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